Resumen: El objetivo de este trabajo es analizar algunos de los aspectos fundamentales del pensamiento de Nietzsche a partir de la idea del Amor Fati, en la medida en que esta idea constituye la matriz de la que brotan y alrededor de la cual se articulan.
Se analiza el binomio libertad-necesidad en Nietzsche, planteando así la decisiva cuestión de por qué el Amor Fati de Nietzsche es una llamada a tomar radicalmente en serio el problema de la responsabilidad.
Este trabajo va a tratar de ver y de articular algunos de los aspectos fundamentales del pensamiento de Nietzsche a partir de la que, creemos, es la meta última que los anima y desde la cual llegan a ser planteados. Esta vocación o inspiración ultima está detrás de todos y cada uno de los componentes esenciales de la filosofía nietzscheana, dotándolos de sentido y posibilitando al menos el iluminar su significado y su necesidad, ya que no el resolver algunas de las contradicciones que recorren su pensamiento (contradicciones que lejos de ser sólo aparentes, un escollo a relativizar o a superar cuanto antes, una mediación necesaria en el camino hacia la síntesis, forman parte ellas mismas de la savia que nutre lo más genuino, vigorizante y agudo de su pensamiento),
Pues bien, ese aliento común y primordial, esa vocación última es una voluntad ilimitada de amor por la vida, un afán trágico y permanente de posibilitar por parte del hombre su fidelidad a la tierra y su soberana afirmación de la vida.
“Antes de la salida del sol” simboliza, dentro del Zaratustra, el canto a esa anhelada afirmación, la invocación de esa bendición eterna e ilimitada a la queNietzsche denominará, como es sabido, “Amor Fati”
Ese canto a la afirmación es un canto que tiene como correlato, en este texto, el cielo puro y libre, y en otros textos el mar como símbolo o metáfora de la vida.
En ambos casos se evoca un espacio de libertad y de inocencia en el seno del cual el acceso a la existencia deja de leerse como deber o fatalidad para irrumpir como aventura, como experimento o viaje sin camino ni meta prefijada.
El término “Amor Fati” encarna para Nietzsche la suprema fórmula de afirmación a la que la voluntad puede acceder, testimonia de una actitud dionisíaca haciala existencia y representa el estado más alto al que el filosofo en particular, y cual-quier hombre en general, puede aspirar.
¿Cuál es el significado y alcance de esa bendición ilimitada, de ese sí eterno dicho a todas las cosas que constituye criterio de medida último acerca de la grandeza y el valor de la vida humana?
Bendecir significa aquí en primer lugar bautizar todas las cosas en el manantial de la eternidad, es decir, proclamarlas necesarias y eternas
La bendición dionisíaca ni excluye ni selecciona ni meramente soporta con estoicismo lo irremediable. Es un acto de amor a lo necesario que emana de una visión del tiempo como Eterno Retorno y sólo desde ella deviene posible
Dicha visión eterniza cada cosa sancionándola como necesaria, inmortalizándola en el ciclo del devenir. Afirmación ilimitada que abarca la totalidad de lo existente: ningún evento, ninguna cosa, aspecto o ser puede ser en ella apartado, eludido, menospreciado o condenado. La bendición dionisíaca “quiere el ciclo eterno –las mismas cosas, la misma lógica y no lógica de los nudos”, en la certeza de que “no hay que sustraer nada de lo que existe, nada es superfluo”. Y no lo es porque cada acontecimiento es un “fragmento de fatum” que soporta la totalidad de lo existente, de modo que fue necesaria toda una eternidad para suscitarlo, y en él encuentra ésta también la matriz de su propia posibilidad. Si esto es así (queremos que llegue a ser así, diríamos con Nietzsche: “Transformar la creencia: “es así y no de otra manera” en la voluntad “ esto debe devenir así y no de otra manera”), entonces no es sólo que no haya el menor derecho a querer algo de otro modo, a querer que algo sea distinto, ni que la condena de los más pequeño equivalga siempre a negar la totalidad (“Sólo una minoría se da cuenta de lo que implica el punto de vista de lo deseable, todo “esto debería ser así pero no lo es” o también “esto habría debido de ser así”: una condenación de todo el curso de las cosas. Pues no hay nada aislado en él: el menor detalle soporta la totalidad”). No es sólo eso: es que en virtud de la radical trascendencia del instante cada momento del devenir, cada momento del pasado y de lo porvenir está ya ahí desde siempre (en cada momento del pasado, en cada momento de lo porvenir), todo fluye en un ahora que es a cada vez inauguración y consumación del ciclo cósmico. O lo amamos en bloque o lo condenamos en bloque, ya que “todas las cosas están encadenadas, trabadas, enamoradas”
Negar un solo instante, despreciarlo, maldecir su existencia implicaría la condenación del curso entero de las cosas. Y viceversa: el alcance de cuanto acontece se torna ilimitado …
Cuidado pues, parece decirnos Nietzsche, con lo que deseamos, con lo que hacemos, con lo que omitimos o permitimos – luego volveremos sobre ello– porque el eterno retorno conlleva tal grado de responsabilidad…: la máxima libertad es siempre al mismo tiempo, como veremos, compromiso intransferible y extremo donde lo que está en juego va mucho más allá de nuestro modesto destino individual.
Pero la bendición dionisíaca, el “Amor Fati” tan anhelado por Nietzsche, no sólo afirma la necesidad y eternidad de todas las cosas; al mismo tiempo y en estrecha relación con lo anterior reivindica y restituye su inocencia: “Pero esta es mi bendición –escribe Nietzsche– todas las cosas están bautizadas en el manantial de la eternidad y más allá del bien y del mal”
Esa reivindicación de la inocencia para el mundo, ese bautismo de las cosas “más allá del bien y del mal”, en suma, ese “devolver su inocencia al devenir” brota de nuevo de una decisión que enraíza en esa misma voluntad de amor y de fidelidad a la tierra que constituye su más íntimo anhelo.
“Devolver su inocencia al devenir” significa primero liberarlo de la categoría de la finalidad. Se trata de desembarazarnos de la creencia en el devenir como un proceso que encuentra su sentido y justificación en el cumplimiento de una meta o fin totalizante. Ninguna forma de unidad engrana y reconcilia la multiplicidad de lo existente, no hay una totalidad de sentido que trascienda a cada momento del devenir en relación a la cual éste pueda ser justificado y sopesado, “falta la respuesta al “para qué”
Esa autoridad teológica o sobrehumana generadora de imperativos, capaz de ordenar tareas y de vincular y armonizar los distintos avatares de la historia ha sido, según Nietzsche, históricamente secularizada en la autoridad de la conciencia o de la razón, en “el instinto social”, en la historia o en la felicidad de la mayoría. No obstante, sea en su forma dogmático-teológica o en su forma secular, la voluntad de salvación del hombre, su necesidad de sentido, quedaba así temporalmente colmada. Es sabido que Nietzsche denominó a este momento histórico en el que habiendo sucumbido la fe en el dios cristiano permanece intacta la necesidad de recibir un sentido “nihilismo incompleto”. Éste no es pues mas que la tentativa de escapar al nihilismo a través de la sustitución del ideal dogmático-teológico por otro igualmente rentable de naturaleza secular, susceptible de seguir respondiendo una vez más a la cuestión capital del “wozu”, del “¿para qué en absoluto el hombre?"
Nuevamente una forma de eludir la propia responsabilidad, puntualiza Nietzsche,… y con ello en verdad éste destapa un nuevo y crucial aspecto que plantea, a mi modo de ver, un problema esencial dentro de su pensamiento, el problema de quién es / puede ser responsable y de qué clase de responsabilidad se trata.
“Devolver su inocencia al devenir” implica además en segundo lugar, en íntima relación con el primer punto, erradicar del devenir la posibilidad de toda deuda y de toda culpa, de modo que al afirmar la necesidad y eternidad de cada cosa, al concebir cada instante como matriz de la totalidad, único anillo extático que soporta y proyecta la totalidad de lo existente, se cierre definitivamente la puerta a toda posible “huida”, pero también, al mismo tiempo, a toda culpabilidad
Nietzsche socava la base a partir de la cual deviene posible todo “ser-deudor”, ¿pues cómo podría haber deuda o culpa en un mundo sin referente externo posible, en un mundo donde la trascendencia es en exclusiva propiedad del instante y la “consanguinidad” de las cosas no permite otra cosa sino un absoluto sí o nada?
Y ¿cómo liberar mejor a cada instante y a cada cosa de su congénita indigencia,de su “ser-deudor”, de su dependencia y supeditación respecto a una cualesquiera“totalidad de sentido” dadora de orden, valor y finalidad que resolviendo en el ins-tante extático del tiempo pensado como Retorno pasado y porvenir, integrando yliberando en el ahora la totalidad del devenir, cada momento del devenir.
El “Amor Fati” nietzscheano en nada se asemeja al optimismo leibniziano que justifica el curso entero de las cosas en base a la creencia metafísica en la armonía y en la bondad universal. La bendición dionisíaca no es en absoluto “omnicontentamiento que sabe sacarle gusto a todo”, no es tampoco pasiva reconciliación con el pasado, resignación estéril, fatalismo.
No obstante, puesto que la fórmula que expresa el Amor Fati es “el no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo –, sino amarlo”, ha de integrar también necesariamente el pasado ascético del hombre con su fardo de valores nihilistas en ese “manantial de la eternidad”, en esa totalidad indisociable que Nietzsche busca incondicionalmente poder llegar a convertir en objeto de amor. El “río del devenir” tiene que llevar ya la barca de la voluntad de verdad, escribe Nietzsche, una voluntad que recorre la historia ascética del hombre. Desde elmismo momento en que ésta ha sido configurada y puesta en marcha queda integrada en el anillo del Retorno, suspendida y eternizada en el movimiento del devenir. Ahora bien, este “tener-que-llevar” el río del devenir la “barca” del ideal ascético, este “formar-parte” la voluntad de nada o voluntad de verdad de la insoslayable necesidad del anillo, no supone en modo alguno que ésta quede fijada, inmovilizada y agotada en ese aspecto ascético, que quede condenada a cargar eternamente con su fisonomía o determinación negativa. De ser así Nietzsche no podría convertir también a esa voluntad negativa, dominante a lo largo de la historia del hombre, en objeto de amor. Pero ha de hacerlo ya que “no hay refugio contra el pensamiento de la necesidad”
De modo que como Nietzsche no puede concebir de ningún modo un amor separado de la creación, un amor que no sea fruto de la creación y de la libertad, plenamente convencido como está de que “radicalmente se ama tan sólo al propio hijo y a la propia obra”, habilita a la voluntad “incluso el querer hacia atrás” a través de la perspectiva de la redención, sustentada sobre la concepción del tiempo como Retorno.
En el apartado “De la Redención”, un apartado que aporta muchas claves interpretativas del pensamiento de Nietzsche, se comienza contando el encuentro entre Zaratustra y unos lisiados o mendigos, portavoces del sentir del pueblo. En un cuadro que remeda cierta escena del evangelio de San Mateo narra Nietzsche cómo los lisiados piden a Zaratustra una prueba de fe, una hermosa colección de milagros que fomente la adhesión del pueblo a la doctrina que Zaratustra enseña. A estos les mueve, como veremos, una voluntad de salvación a cualquier precio, un vehemente deseo de liberarse de su carga, de liberarse del sufrimiento que la existencia les supone. De ahí que exijan de Zaratustra una hermosa colección de milagros para acabar de creer en él. Zaratustra replica a los lisiados y mendigos, y lo hace desvelando el soterrado valor que tiene para cada uno la tara con la que carga. Cada uno encuentra en su tara “su espíritu”, tal vez porque toda tara brinda unanrespuesta al por-qué del sufrimiento que no sólo no contradice las expectativas de felicidad sobre la tierra sino que las salvaguarda.
El hombre decadente es, para Nietzsche, un hombre esencialmente dominado por el sentimiento de displacer, un hombre descontento de sí que sufre la realidad impotente para afirmarla. Nietzsche liga estrechamente el descontento vital a la demanda de responsabilidad y, en último término, a la voluntad de venganza. Es necesario culpabilizar a alguien del propio sentimiento de displacer, ya que en este punto el hallazgo de una causa responsable permite, a través de la venganza, esquivar la amenaza de un pesimismo vital más profundo. El “malhechor” desplaza de la conciencia del que sufre la verdadera causa de su displacer, que no es otra que su incapacidad para soportar la vida en sus aspectos más terribles y problemáticos. Al sentir el hombre decadente su estado doloroso como producto de una terrible injusticia, como algo que no debiera ser, se cree con derecho a reclamar un culpable contra el cual pueda descargar su venganza: “la revuelta del “sufriente” contra Dios, Sociedad, Antepasados, Naturaleza, Educación, etcétera, imagina responsabilidades y formas de voluntad que no existen de ningún modo”,
Dado el estrecho vínculo entre el descontento vital y la voluntad de venganza, para Nietzsche es indispensable que el hombre adquiera la satisfacción de sí mismo. Con todo, hacer del placer y el dolor medidas últimas del valor de la vida no deja de ser un síntoma inequívoco de decadencia.
Ahora bien, es muy significativo que Nietzsche, en este aspecto, trascienda el plano meramente tipológico para sostener cómo la humanidad encontró históricamente en el ideal ascético el único sentido dado hasta el momento al animal-hombre, esa respuesta al por-qué y, sobre todo, al para-qué del sufrimiento, susceptible de protegerlo del nihilismo suicida en general (dado que el problema no es nunca, para la lectura de Nietzsche, el sufrimiento en sí, sino su falta de sentido), ese nihilismo en el que la voluntad no se las ingenia para mantenerse en el ser a través de la apelación a valores nihilistas, sino en el que se niega definitivamente a sí misma en un sordo “no-querer-más-ya”
Nietzsche es plenamente consciente de que esa respuesta – el ideal ascético– “situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa”, consolidando la voluntad del hombre como voluntad de nada. Aun así éste es presentado por Nietzsche “en todos los aspectos” como “el mal menor por excelencia habido hasta el momento”
Para Nietzsche hay, sin duda, un tiempo para el ideal ascético y un tiempo para encarar la verdad. Esa apertura a la verdad, esa superación del ideal ascético y la consiguiente revalidación del ser como interpretación abismática y como devenir, no sólo requiere “un relativo bienestar”, unas condiciones históricas particulares en las que el desarrollo técnico-científico pueda garantizar al hombre cierto marco de seguridad vital (“En realidad ya no tenemos necesidad de un antídoto contra el primer nihilismo: la vida ya no es tan incierta, tan azarosa, tan absurda en nuestra Europa… “Dios”, “moral”, “entrega” fueron remedios en estados terribles y profundos de la miseria”). Requiere también, lo que aún es más importante, de un grado determinado de cultura espiritual, de determinadas condiciones espirituales alcanzadas precisamente en y a través del propio ideal ascético en sus variadas metamorfosis. Pues el ideal ascético no sólo es ese medio disciplinario “a través del cual fueron desarrollándose en el espíritu europeo su fortaleza, su despiadada curiosidad y su sutil movilidad”, simboliza, al mismo tiempo, “el mayor antídoto contra el nihilismo práctico y teórico”.
Visto desde esa “economía general” o de gran alcance que Nietzsche busca asumir (no olvidemos que ha de superar la náusea que le produce la visión del pasado ascético del hombre), ese sombrío remedio se nos revela, a la par, extrañamente saludable: si por un lado evitó que el hombre tomara prematuramente partido contra sí mismo, por otro, para la lectura omniabarcante de Nietzsche, fue la paradójica forma que le proporcionó la fortaleza necesaria para poder asomarse a la verdad cuando estuviera preparado y no antes, dado que a lo que esa verdad nos enfrenta ya no es a un consolador y monótono-monoteísmo del cariz que sea, sino al carácter perspectivista de la existencia y a su falta de fundamento, abocándonos así a un politeísmo sin referente último en el que todo sentido es creación provisional sin garantías ni seguridades y toda creación responsabilidad y riesgo sin juicio final. Nietzsche es suficientemente claro al respecto por mucho que numerosos intérpretes carguen exclusivamente las tintas en su crítica al cristianismo y, en último término, a la metafísica occidental, olvidando o arrinconando por completo la profunda faceta arquitectónica de su pensamiento: “El miedo profundo y suspicaz a un pesimismo incurable es el que constriñe a milenios enteros a aferrarse con los dientes a una interpretación religiosa de la existencia: el miedo propio de aquel instinto que presiente que cabría apoderarse de la verdad demasiado prematuramente antes de que el hombre hubiera llegado a ser bastante fuerte, bastante duro, bastante artista…”
¿Y qué es lo que podemos observar en este texto y en tantos otros sino precisamente un ejercicio práctico de redención, es decir, un ensayo, una tentativa no sólo de justificación o reconciliación con el pasado, sino de re-creación y proyección retrospectiva de sentido? ¿Acaso Nietzsche en su lectura y valoración del pasado ascético del hombre hace otra cosa que buscar la forma de redimirlo, que tomarse muy en serio su condición de heredero tratando de hacer algo con todo ello (de “sacar provecho”), de potenciar y fecundar toda esa herencia en dirección a la afirmación, transmutando de este modo el “mapa” de la historia? Lo que Nietzsche anhela y necesita ¿no es justamente desembarazar de su carga negativa a ese pasado ascético, una vez que ha consumado su crítica y despiadado desenmascaramiento, para poder también alguna vez llegar-a-liberarlo y, en consecuencia, a afirmarlo? ¿Y cómo llevar a cabo esto sino en y a través de la redención?.
En el apartado “De la Redención”, tras replicar Zaratustra al jorobado del modo que hemos visto, se vuelve hacia sus discípulos retomando la palabra. Medita ahora sobre el pasado, sobre el curso entero de la historia al que considera dominado por la fragmentación y el azar y sustentado íntegramente sobre valores decadentes, y esa visión, una vez más, le resulta insoportable. No obstante Zaratustra supera el horror y la náusea que le genera dicha visión, y lo hace integrando ese pasado en un sentido unitario, en un proyecto de unidad que pueda permitir a la voluntad “algo que es superior a toda reconciliación”, que le enseñe “incluso el querer hacia atrás”.
El término azar es utilizado por Nietzsche para referirse tanto a la inocencia, a la ausencia de toda culpa, a la vida en cuanto acaece “más allá del bien y del mal”,como a la desarticulación y ausencia de sentido propias del pasado del hombre: “Todavía combatimos paso a paso con el gigante Azar, y sobre la humanidad entera ha dominado hasta ahora el absurdo, el sinsentido”; y también: “Y si mis ojos huyen desde el ahora hacia el pasado: siempre encuentran lo mismo: fragmentos y miembros y espantosos azares –¡pero no hombres!”
Pero el azar, en este último sentido, no se agota en la mera determinación negativa que lo equipara al absurdo y a la ciega fragmentación. El azar es también , para Nietzsche, materia de creación, “deforme piedra a la espera del escultor”
Esa creación que simboliza la naturaleza más íntima de la voluntad, siendo así originariamente todo querer un crear (incluso, como veremos enseguida, el paradójico querer de la voluntad de nada), unifica todo lo que en la historia ascética del hombre hay de aleatorio y disperso, transmutándolo en una senda que encamina hacia el porvenir elegido. A la decisión de trabajar creadoramente en la constitución de ese futuro que dé sentido al hombre en relación al cual su errancia pueda devenir unificada y, a la postre, llegar-a-ser reivindicada y afirmada va a llamarla Nietzsche redención: “Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que yo contemplo. Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que en el hombre es fragmento y enigma y horrendo azar… redimir a los que han pasado y transformar todo “fue” en un “asílo quise” –¡sólo eso sería para mi redención–”.
El hombre redentor es, para Nietzsche, el creador de sentido, el artista que no niega sin más el pasado nihilista del hombre, impotente para someterlo y abarcarlo. Lo asume y se sirve de él como de un material para la obra que proyecta. Él señalabla dirección, crea la meta, aunque en este caso su arte no tenga por objeto la propia vida, no busque sólo “dar un estilo al carácter”, sometiendo a un plan artístico lo que su naturaleza le brinda (“ “Dar un estilo al carácter”: es este un arte muy difícil que raras veces se posee. De él dispone el que percibe en su conjunto todo lo que su naturaleza ofrece de energías o de debilidades, para adaptarlas a un plan artístico”). Ahora el reto es inmenso y mucho más arriesgado puesto que la materia a modelar es el propio hombre a lo largo de su historia, y la obra de arte llegar a unificar la humanidad como humanidad conformando el pasado íntegro del hombre e instituyéndolo retroactivamente en camino o tránsito a la afirmación: “Si a la humanidad le falta todavía la meta, ¿no falta todavía también ella misma?”.
Desde luego Nietzsche es plenamente consciente de que ese sentido es sólo una perspectiva entre otras, la perspectiva de un mundo en el que el hombre permanezca por fin fiel a la tierra y pueda ser portavoz del Amor Fati, y va a encargarse de sentar las bases de esa afirmación ilimitada liberando la voluntad a través de la doctrina del Eterno Retorno, sobre la que descansa la posibilidad de la redención (pero esa liberación de la voluntad es, al mismo tiempo, para mi perspectiva sin duda humana, demasiado humana, el peso más pesado)
Si hay algo que caracteriza a todo gran hombre, según Nietzsche, es su fuerza retroactiva (esto es, redentora), que no es otra cosa que capacidad de revelar y cosechar en el presente los frutos del pasado (esos “mil secretos”, esos “viveros y jardines desconocidos”), que sólo fructifican al calor de su compromiso práctico entorno a un sentido. Esos frutos no están ahí a la espera de una lectura más atenta, sólo brotan y pueden ser desvelados y recogidos retrospectivamente merced al trabajo práctico de una voluntad en la que se vuelve a recomponer a cada vez el rostro del historia: “Todo gran hombre posee fuerza retroactiva; por él vuelve a ponerse toda la historia en la balanza y salen de su escondrijo mil secretos del pasado para que su sol les ilumine. No es enteramente posible adivinar todo lo que será aún la historia. Tal vez lo pasado permanece aún inexplorado. Se necesitan todavía muchas fuerzas retrospectivas.
El sentido dado por el hombre redentor es un proyecto humano sobre el que ya no planea ninguna clase de autoridad teológica o metafísica, un proyecto móvil y superable pero, a la par, una vez introducido, globalmente determinante para una totalidad que no rebasa el grávido instante, lo que significa que es decisivo no sólo para lo que vendrá, sino también para un pasado que conquista retrospectivamente su ser y su valor en el consecuente hacer del heredero. Si queremos saber quién fue realmente el progenitor, qué valor tuvo, a qué sirvió, qué significó, volvamos la mirada hacia su hijo: “El hijo es el revelador del padre y éste se comprende mejor a sí mismo en su hijo. Tenemos todos en nosotros viveros y jardines desconocidos y, valiéndome de otra imagen, somos volcanes en actividad, a los cuales les llegará su hora de erupción”
Así, “la interpretación del acto” que no sólo asigna el sentido sino que procedea conformar lo dado con miras al fin propuesto no niega el pasado, lo que hace es articularlo alrededor de un sentido, de modo que no se agote en la mera rapsodia y pueda devenir relato, esto es, experiencia e historia: “Introducir un sentido –estatarea resta aun, sin duda, por cumplir, suponiendo que no haya ningún sentido. Así sucede con los sonidos, pero también con los destinos de los pueblos: se prestan a la interpretación y a la más diversa orientación hacia distintos fines. El estadio aún más alto es un poner-el-fin y dar forma a lo fáctico con base en ello, así pues, la interpretación del acto y no simplemente la recomposición conceptual”
La redención que recrea el pasado y lo libera en el movimiento del devenir, que lo proyecta en un ahora en el que todo fluye, conlleva necesariamente una superación de la concepción lineal del tiempo a favor de una interpretación dionisíaca. Frente al tiempo ascético de la sucesión como flujo voraz e insaciable en el que cada momento está de antemano abocado a desvanecerse y ser destituido, condenando así a la voluntad “a la mas solitaria tribulación” (“La voluntad no puede querer hacia atrás: el que no pueda quebrantar el tiempo ni la voracidad del tiempo –esa esla más solitaria tribulación de la voluntad”), se yergue la interpretación dionisíaca que, al hermanar instante y eternidad, posibilita por primera vez un Amor Fati que no sea impotente resignación sino la máxima expresión de la libertad creadora: “Yo os aparté de todas esas canciones de fábula cuando os enseñé: la voluntades un creador. Todo “fue” es un fragmento, un enigma, un espantoso azar –hasta que la voluntad creadora añada: “¡pero yo así lo quise!” –hasta que la voluntad creadora añada: “¡pero yo lo quiero así! Yo lo querré así”
Al no haber un sentido previo que la voluntad deba rescatar sumergiéndose en el pasado (¿cómo podría haberlo en una visión del tiempo en la que la eternidad y la trascendencia son patrimonio exclusivo del instante?), al no tratarse ya de anámnesis –una anámnesis que corrobora la minoría de edad del espíritu, sediento de cualquier “forma superior de dominio y de dirección”– sino de abismática creación, entonces el que la voluntad de verdad sea o no un sendero de la voluntad de poder, el que su errancia tenga o no un sentido, ello no debe ser interpretado –nada podría serlo en el marco del perspectivismo radical de Nietzsche– como una “datidad”, inmediatez o hecho consumado, por mucho que el propio Nietzsche a veces, queriendo dotar de efectividad a sus interpretaciones, incurra en el error de presentar como “estructuras metafísicas” aspectos fundamentales de su pensamiento, como la voluntad de poder o el eterno retorno. Su necesidad de dar alcance práctico a algunas de sus tesis le lleva a apropiarse en ocasiones de una jerga fetichista contraproducente.
Que lo sea o no, que tenga o no un sentido, eso depende enteramente del quehacer redentor de la voluntad que permite elevar a la categoría de obra de arte lo que era solo azarosa enfermedad, vagar demente; que permite transformar en nuestra más instructiva experiencia lo que, de no mediar ese trabajo del hombre redentor, dotado de fuerza retroactiva, quedaría reducido simplemente a degradación inútil.
El pensamiento de Nietzsche se mueve alrededor de dos frentes no siempre fácilmente conciliables: por un lado desenmascarar críticamente todo el pasado histórico del hombre como expresión de una misma voluntad de nada o voluntad de verdad, una voluntad sustentada sobre valores nihilistas que conllevan intrínsecamente la devaluación y el rechazo de la existencia, o al menos una clara supeditación de ésta a una suerte de ideal moral, garante de la entidad e inteligibilidad de lo óntico (de la identidad y permanencia del objeto de conocimiento y de la posibilidad del proceso de conocimiento). Tanto si este ideal moral, soporte ontológico y principio de unificación de lo diverso mira a la esencia necesaria (el dios de la metafísica), al cogito como fundamentum inconcussum veritatis, al sujeto trascendental, a la absolutización de la conciencia humana en autoconciencia infinita o, finalmente, a la naturaleza humana en su experiencia histórica, lo importante es, para Nietzsche, que el núcleo más íntimo del ideal ascético, esto es, su “fe en un valor metafísico, en un valor en sí de la verdad”, ha nutrido y aglutinado a la voluntad humana a lo largo de su historia desplegando un poder absoluto, resquebrajado, a la postre, bajo el peso de su propia lógica interna. Nos referimos evidentemente al proceso de la autosuperación de la moral.
Pero éste no es, desde luego, el único frente que Nietzsche busca acometer, la única batalla que desea librar. Ésta, siendo importante, está supeditada, a mi modode ver, a otra mucho más esencial que, como ya dijimos, tiene que ver con la posibilidad de sentar las bases para un Amor Fati creador, trágico y consecuente. Fuente de libertad y de inocencia, la perspectiva de esta grandiosa posibilidad para el hombre vertebra los reiterados esfuerzos de Nietzsche por abordar genealógicamente nuestro pasado histórico y, al mismo tiempo, por poder redimirlo, para que llegando-a-ser-lo-que-era pueda ser eternamente querido y afirmado por la voluntad creadora.
Esto se traduce primero en mostrar el carácter devenido de ese pasado, es decir, sobre qué errores y valoraciones éste se constituyó y sustentó. Dichos errores, operantes en nuestros más antiquísimos hábitos de la sensació, tejieron el significa-do del mundo que hemos heredado
Pero la perspectiva del Amor Fati implica en segundo lugar también el tomar conciencia necesariamente no sólo del carácter devenido sino del carácter en devenir de ese mundo (de esos errores y valoraciones, de esas interpretaciones largamente enmascaradas como “verdades eternas”).
..Lo que Nietzsche pretende en su fecundante lectura del pasado –algo que se puede rastrear ya en sus primeras obras– es justamente eso, hacerse cargo siempre también de su condición deviniente, de modo que en el instante extático que constituye el horizonte de nuestro actuar pueda llevar a la práctica lo que considera requisito indispensable de ese anhelado Amor Fati, encarnado dentro de “las tres transformaciones” por la figura del niño: redescubrir la necesidad de esos errores, de ese pasado, su riqueza y oculta significación, sus posibilidades siempre todavía no desplegadas, en suma, reconstruir un sentido que estaba ya ahí (cumplido, alcanzado, acabado7), pero sólo en la medida en que, por mor de la creatividad de la voluntad, asentada sobre la concepción del tiempo como eterno retorno, llega-a-estarlo, conquistando en el ahora extático la fisonomía de lo eterno. Y ésta es indudablemente una de las escurridizas paradojas de esta concepción del tiempo que Nietzsche abraza: que el sentido está siempre ahí, si bien revelar y desplegar lo que cobija es una tarea de la que a nosotros hombres nadie podría eximirnos… Algo así como si el estrecho cerco de nuestra temporalidad formara parte siempre ya de la más estricta necesidad, y empero fuera necesario el trágico vuelo de la libertad creadora para acceder a una eternidad que ya contaba con él… Finalmente la naturaleza de lo descubierto (la eternidad del sentido a cada vez cumplido, acabado, alcanzado) niega la posibilidad de todo genuino poner, inaugurar, descubrir y, simultáneamente, nos niega como descubridores al imprimir a cuanto llega el sello de lo eterno. Pero ha-de-llegar… Saberlo, ¿libera, tensa más que nunca el arco, aligera la vida o anula toda voluntad? Libertad y Necesidad elevadas a la máxima potencia y una responsabilidad sin atenuantes ni salidas que da vértigo o risa, o las dos cosas.
Nietzsche emprende camino en el sentido que hemos visto. Primero desenmas-cara críticamente la voluntad de verdad como “arte de la interpretación”75, comovoluntad de ficción o apariencia inconsciente de sí cuyo primum mobile es la faltade fe frente a lo que deviene, el menosprecio de un devenir concebido, dentro de losesquemas de la metafísica, como flujo voraz e indomable que condena a todas lascosas a la destrucción, hipotecando todo futuro a un pasado que lo constriñe y deter-mina. El rechazo del devenir, así experimentado y devaluado, se constituye aquí encreador de trasmundos, de ese “mundo verdadero” fundamentado en la creencia enla identidad y permanencia del se
Indiquemos ahora tan sólo brevemente, para no desviarnos del tema, queNietzsche analiza sutilmente algunos de los aspectos más característicos de estavoluntad de verdad, que acaban por componer una auténtica sintomatología de ladecadencia: la necesidad de salvación correlativa a una hipersensibilidad que con-vierte el problema del sufrimiento en medida última del valor de las cosas77, la faltaabsoluta de probidad intelectual por causa de la cual la voluntad hace pasar fraudu-lentamente el criterio de la utilidad por criterio de verdad78, la anarquía instintivaque la fuerza a hacer de la razón un tirano79 y, por último, la atrofia de la capaci-dad de olvido que hace del hombre decadente un hombre dominado por el senti-miento de displacer y, en consecuencia, sediento de venganza.
Tras desenmascarar críticamente a la voluntad de verdad, y muchas veces simultáneamente –difícil equilibrio–, Nietzsche lleva a cabo un auténtico trabajoa rquitectónico tratando no de adicionar fortuitamente hechos pretéritos imprimiéndoles “desde fuera”, con posterioridad, una dirección, sino de redescubrir y recrearen el presente y como presente ese pasado desde el prisma del Amor Fati y la suprema afirmación que éste encarna. Nietzsche se quiere y reconoce como heredero de esa bimilenaria voluntad de verdad, pero, en lugar de sucumbir impotente bajo ese fardo de valores nihilistas, lo que hace es dejar de encarar la herencia como limitación y camisa de fuerza que constriñe al espíritu a moverse dentro de unos esquemas prefijados e inamovibles, para hacerlo como “seno materno”, enorme posibilidad en devenir cuyo sentido y valor permanece-en-juego. Hagamos pues que la voluntad de verdad devenga un sendero de la voluntad de poder, transformemos la historia ascética del hombre en nuestro más instructivo experimento, hallemos nuestro honor en ser afirmadores.
La voluntad de afirmación de Nietzsche late en el movimiento histórico de retroceso que él mismo emprende y demanda al hombre, tendente a redescubrir ese pasado, su riqueza simbólica, sus posibilidades todavía no desveladas y un sentido que se nos revela de nuevo a la luz de lo que la voluntad realmente quiera, a la luz de la perspectiva del Amor Fati y de la afirmación trágica de la vida a la que anhela poder llevar al hombre. Tal perspectiva, que encarnaría en el símbolo del niño o del superhombre, es tan sólo una posibilidad de la que Nietzsche se quiere precursor y portavoz, pero una posibilidad que transmuta el significado de lo que fue, lo que equivale a decir ahora, de acuerdo con lo que ya sabemos, capaz de delinear una vez más el fatum de todas las cosas, idéntico siempre en su metamorfosis…
La propia interpretación que Nietzsche hace del fenómeno de la mala conciencia como fruto de la interiorización del instinto de la libertad (de la voluntad de poder en su salvaje exteriorización86), refleja ya su acuciante necesidad de unificarlo fragmentario y dar sentido con vistas a la afirmación. Si la mala conciencia es una enfermedad al resultar de una extrema autoviolentación del hombre por el hombre es, no obstante, una enfermedad como lo es el embarazo. Como éste es un acontecimiento “lleno de futuro” que despierta un interés, una tensión, una esperanza.
En “La genealogía de la moral” Nietzsche enraíza claramente en el fenómeno de la mala conciencia el proceso de hominización, pero también la posibilidad de la belleza y la afirmación, como si éstas sólo pudieran emerger a través de la autoconciencia de lo negativo y no de su estéril rechazo: “Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una materiadura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contradicción, un desprecio, un no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer-sufrir, toda esta activa “mala conciencia” ha acabado por producir también –ya se lo adivina– cual auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes, y quizás sea ella la que por primera vez ha creado la belleza… ¿pues qué cosa sería bella si la contradicción no hubiese cobrado antes conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: “yo soy feo”.
Es una constante dentro del pensamiento de Nietzsche el enlazar, ya desde “Humano demasiado humano”, el proceso de hominización y la condición “interesante”, “prometedora” y “llena de futuro” del hombre no al fenómeno de la mala conciencia a secas, sino a la mala conciencia históricamente conformada y acrecentada en base al ideal ascético. Nietzsche retrotrae ahora la riqueza de nuestra humanidad y sus fecundas posibilidades a las representaciones morales, religiosas y metafísicas que, si bien han consolidado la condición enfermiza del hombre (su menosprecio de la vida, su voluntad de nada), también han permitido desterrar una barbarie aún más primitiva. En el ideal ascético, en la educación moral y religiosa halla, pues, Nietzsche el germen de la sed de conocimiento del hombre, de su insaciable curiosidad, su fortaleza y su posible-futura emancipación. Esta educación constituye la sustancia misma de nuestra devenida humanidad y se demanda para ella, en numerosos textos, gratitud y reconocimiento92. Sus exigencias, basadas en la creencia en la filiación divina de la naturaleza humana, representan, segú Nietzsche, un medio indiscutible de autosuperación del hombre.
La obra de Nietzsche está, por consiguiente, profundamente marcada por la interna tensión que conlleva compatibilizar la necesidad de denunciar y combatir hasta el final el poder milenario del ideal ascético con el apremio de tener que justificarlo y redimirlo, so pena de que se resquebraje todo el edificio.
El cometido de dar-retrospectivamente sentido a ese pasado (aunque ciertas categorías como éste “retrospectivamente” pierdan por entero su validez y sentido cuando uno se incorpora realmente “el pensamiento de los pensamientos”, la idea del retorno) se plasma de modo decisivo en el acontecimiento de la autosuperación de la moral. Ahora el ideal ascético y esa bimilenaria educación en y para la verdad que ha conformado al hombre occidental acaban por desencadenar su propia puesta en entredicho, impelidos por una dinámica interna que no se detiene hasta exigir y consumar su autosuperación. La moral cristiana sublimada en rigurosa honestidad o probidad intelectual, en veracidad incondicional y consecuente, finalmente demanda de sí misma su autosuperación crítica, sucumbiendo bajo el peso de la ley que promulgó, como todas las grandes cosas. Nietzsche es en este punto suficientemente explícito de un modo que arroja más de un interrogante sobre la interpretación de Deleuze, de acuerdo con la cual la afirmación no debe nada nunca al trabajo de lo negativo, dado que la diferencia entre afirmación y negación “está en la instancia que respectivamente los produce, como en el fin que respectivamente alcanzan”. La conclusión de Deleuze es tajante: “Lo negativo es enteramente expulsado de la constelación del ser, del círculo del eterno retorno, de la propia voluntad depoder y de su razón de ser”.
Contagiado al respecto de la creencia metafísica en la antítesis de los valores,su interpretación pasa por alto, entre otras cosas, dos aspectos esenciales: en primer lugar que, sin duda, la constitución de toda posible voluntad afirmativa se sustenta, para Nietzsche, sobre el enigmático trabajo de lo negativo, y sólo merced a él deviene posible. La voluntad de verdad y el nihilismo, en cuanto éste expresa una auto-conciencia de dicha voluntad de verdad, son condiciones de esa futura “transvaloración de los valores” que “no puede venir en absoluto sino después de él y a partir de él”.
A cimentar la necesidad de la voluntad de verdad y del nihilismo orienta Nietzsche muchos de sus esfuerzos. No podía ser de otro modo ya que desvelar y fundamentar la necesidad inscrita en el pasado equivale a darle un sentido, alumbrando esos “mil secretos” que a destiempo le atribuimos como propios, como eternamente suyos, a destiempo, como si el hombre no pudiera hacer otra cosa que revelar cuanto es y nos sobrevive mientras pasa, e irremisiblemente siempre “por la espalda”.
Y en segundo lugar porque dicha interpretación olvida algo esencial: que no hay escapatoria posible; para la afirmación ilimitada que Nietzsche reivindica (“«Amor Fati»: eterna afirmación del ser, eternamente soy tu afirmación”1), también la negación se integra y resuelve en el todo (lo que no significa que se enclaustre indefinidamente en esa figura o determinación negativa sino, más bien, una vez más, la responsabilidad de tener-que-asumir como herederos de ese pasado ascético el trabajo de su devenir).
La autosuperación de la moral de la que se hacen cargo esos “buenos europeos” entre los que Nietzsche se incluye, asume esa responsabilidad y emprende esa tarea ingente. Esa autosuperación que simboliza “un triunfo trabajosamente conseguido de la conciencia europea” no sólo problematiza al cristianismo en cuanto dogma sino, de un modo mucho más radical, al cristianismo en cuanto moral, a la propia voluntad de verdad como voluntad de poder-dar-incondicionalmente-razón en lo que concierne a las condiciones de posibilidad de lo óntico, voluntad de seguir apelando a un fundamento último onto-teológico o antropológico susceptible de garantizar la co-pertenencia de ser y pensar.
Simbolizando dicha autoconciencia de la voluntad de verdad un compromiso práctico plenamente congruente con el legado recibido, la consecuencia lógica interna de un heredar-consecuente queda instituida como “fenómeno moral”, como un momento de la propia moralidad.
Es esencial comprender aquí el interés de Nietzsche por convertir este laborioso proceso de autoconciencia, íntimamente ligado a la posibilidad del ateísmo, en el sentido último de nuestro ser todo: “¿Qué sentido tendría nuestro ser todo a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre consciencia de sí misma como problema?”.
Si la voluntad de poder no expresa otra cosa, en lo esencial, que una perspectiva de la vida como “lo que tiene que superarse siempre a sí mismo”, como ese afán de autotrascenderse e ir más allá de sí en un acto que da lugar y es idéntico al devenir mismo, entonces al sacar prácticamente lo mejor de ese legado moral (¿lo mejor para quién?) y consumar la autosuperación de la moral de forma que devenga puente hacia la afirmación y no hacia un nihilismo pasivo concluyente e infructuoso, el ciego vía crucis de la voluntad de verdad llega a poder ser leído y alumbrado, tal y como Nietzsche incesantemente persigue, como sendero y experimento de la voluntad de poder y, en consecuencia, a poder ser también querido y afirmado por la voluntad creadora.
Puesto que no es en absoluto posible ni deseable recomenzar desde cero, puesto que no hay posibilidad alguna de recomenzar y en verdad ni siquiera debiera haber deseo si queremos permanecer fieles a la idea del “Amor Fati”, otorguemos retrospectivamente sentido a esa herencia, llevémosla en la dirección escogida para que, a través de nuestro hacer, pueda abandonar los dominios del azar y transmutarse en destino. Nietzsche desea cumplir expresamente la necesidad del cristianismo y de la voluntad de verdad, que alcancen una unidad de significado en el hijo que retorna. No otra cosa se manifiesta en estos concluyentes textos: “Incluso elcristianismo deviene necesario: la forma más alta, la más peligrosa, la más seductora en su no a la vida que provoca su más alto asentimiento… yo”; y en idéntica línea: “El anticristo es la lógica necesaria en la evolución de un verdadero cristiano, en mí es el cristianismo quien triunfa de sí mismo superándose”.
Haciéndose eco del horror histórico del hombre ante la falta de sentido Nietzsche propone uno, el que ha de liberarlo de la concepción ascética de la vida y propiciar su valiente y veraz afirmación. (Recordemos que, para Nietzsche, el superhombre-niño es el creador-veraz y la veracidad o probidad intelectual la virtud suprema de Zaratustra). Ese sentido es, sencillamente, como sabemos, sólo una perspectiva al servicio de un tipo de vida, la que preconiza Nietzsche y sintetiza el superhombre. Nietzsche considera dicho sentido en extremo liberador y promotor de alegría. Sin embargo, ¿por qué algunos no nos sentimos a la vista de ese sentido precisamente liberados sino todo lo contrario? ¿Tal vez porque somos incorregibles plebeyos, decadentes, fracasados, hombres del rebaño? Los problemas atañen no sólo al quién sino también al qué (a quién le corresponde afirmar, qué se afirma, a qué precio).
De una parte sólo algunos están llamados a gozar del privilegio de una libertad que es ante todo potencia creadora y capacidad de “mandarse a sí mismo”. La libertad es cosa de muy pocos, no es para Nietzsche jamás cuestión de esfuerzo, en el sentido de algo que uno pueda o no adquirir a voluntad, a fuerza de tesón. Requiere de tradición y se hereda. Tiene todo que ver con el mundo instintual y pulsional del individuo –en la medida en que ese mundo nos habla de valoraciones históricas interiorizadas que determinan nuestro comportamiento, anticipándose a la reflexión consciente– y nada con una realidad inteligible repartida “democráticamente”, aquella que se pone de relieve, para Kant, cada vez que el hombre se determina a símismo a obrar por motivos exclusivamente racionales.
Para Nietzsche la libertad es siempre más un modo de vida que presupone generaciones enteras orientadas y educadas en una dirección (la dirección que introduce paradójicamente la voluntad creadora), que un rasgo o cualidad fruto del azar, la condición excepcional del espíritu libre. (Empero éste, como vemos, simboliza una desviación respecto al hombre decadente y anticipa así, de algún modo, esa fuerza creadora que constituye al superhombre). En cualquier caso el carácter marcadamente selectivo de esa libertad se mantiene inalterable. La dignidad que Kant reivindica para el hombre (siempre y en todas partes) en cuanto capaz de moralidad es desenmascarada por Nietzsche como una mentira doblemente útil: la creencia en la dignidad humana halaga su vanidad al contraponerlo al reino inferior de la animalidad, al tiempo que permite al hombre decadente rentabilizar su debilidad trocando su impotencia en mérito. Amparándose en dicha creencia, asentada en la convicción de la responsabilidad moral del hombre, éste se reconcilia consigo mismo y culpabiliza al hombre fuerte de exteriorizar su poder, su diferencia. Nos llevaría ahora muy lejos el sumergirnos en este tema, tal vez en otra ocasión. Pero al margen del problema que supone el pronunciado elitismo de Nietzsche en este punto (se mire por donde se mire), problema que no se soluciona sin más subrayando la naturaleza estética de un elitismo que nada tiene que ver con la raza o la biología y todo con la creatividad de la voluntad, con la potencialidad creadora, otra cuestión reclama nuestra atención. Según hemos visto, Nietzsche pretende liberar al hombre de la voluntad de nada enraizada en una concepción ascética de la vida y del tiempo, tejiendo un marco de perspectivas en el seno del cual tenga cabida la suprema fórmula de afirmación de la vida, el Amor Fati. Este demanda la redención del pasado ascético implicando, como sabemos, una transformación de la concepción del tiempo que hermana instante y eternidad. Al hacerlo, cada acto, cada acción del hombre se reviste de un valor absoluto y lo que a cada vez se pone en juego trasciende el relato que cada hombre escribe en el transcurso de su vida y el horizonte histórico de su acción para incumbir al todo: en la marcha total de las cosas “noexiste nada aislado”… “el menor detalle sustenta la totalidad, sobre tu pequeñainjusticia reposa todo el edificio del porvenir”.
A la luz de esta perspectiva ni la amenaza del último hombre se ciñe a un momento de la historia (como tampoco, por supuesto, la promesa del niño), ni cada una de las vivencias de nuestra vida y la articulación que proyectamos en ellas resulta ser nunca básicamente una cuestión personal. La responsabilidad trasciende el plano estrictamente individual y social para convertirse en Nietzsche en una categoría cósmica (o, al menos, para aspirar a serlo al incorporarse el pensamiento de los pensamientos), en la medida en que el alcance y repercusión de todo acto y de toda volición se plantean como ilimitados: “Resulta que toda acción de un hombre tiene una importancia ilimitada sobre todo lo que llega. El mismo respeto que él consagra retrospectivamente al destino universal, debería consagrárselo también a él mismo. EGO FATUM”.
Saberlo ¿no paraliza esencialmente la acción? Ya no tenemos que rendirle cuentas a Dios, desaparecido éste comienza la tragedia. Ahora el hombre ya no puede apelar a un Dios custodiador del sentido, ha de crearlo, lo que no significa ausencia de responsabilidad sino una llamada a tomarla verdaderamente en serio, donde el punto fuerte pasa a sustentarse, para Nietzsche, en una educación encaminada a una creación asumida por el hombre y plenamente consciente de su gravedad.
¿Pero cómo vivir con los ojos tan abiertos, dar un paso al frente sabiendo que sobre él reposa no sólo el edificio del porvenir sino la fisonomía de la eternidad en bloque? No se trata nunca de la felicidad, es sabido. Se trata del tipo humano que hay que fomentar. A cualquier precio. No sólo, como señala Sánchez Ferlosio, una vida feliz no pregunta jamás por el sentido puesto que lo encuentra en sí misma, es que tampoco podría serlo nunca si ha de ejercer su humana libertad como si en ello (le) fuera el mundo. Tareas más humanas y modestas cuya repercusión no sea por favor tan honda…..
Bibliografía
La presente publicación es extracción textual de la siguiente URL:
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Fuente original: July 2010 Revista de Filosofía (Madrid) 35(1)
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Autora: María Jesús MINGOT MARCILLA